jueves, 11 de julio de 2013

A Manuel Fernández-Cuesta


La primera vez que te vi estabas sentado frente a una máquina de escribir, grande, gris, como las que había en las comisarías. No había nadie en el despacho así es que te lancé un saludo y me devolviste otro junto a una franca sonrisa. Cuando llegó Mariano Asenjo nos presentó formalmente: -Antonio este es Fernández-Cuesta, un colaborador nuestro. Bastó ese rato para saber que había conocido alguien a quien querer, admirad y de quien disfrutar. La última vez que pude darte dos besos fue en la Fiesta del PCE, pero guardaré tu último correo electrónico como un pequeño tesoro.
Hoy, muchos –estoy convencido de ello- estaremos buscando las palabras adecuadas para decirte adiós. Yo no las tengo. Me he parado un rato a pensar qué podría decir sobre ti y sólo me salen recuerdos, momentos gratos, discusiones serenas. Tenía Manuel la mirada del pillo que acaba de descubrir cómo funciona un motor de explosión; tenía la sonrisa afable, como un espejo en el que mirarse en los momentos de duda; tenía humor, serio, pero humor. Y sobre todo, tenía palabra, palabras… quizá por eso hoy no encuentro las adecuadas para decirle adiós: él las tenía todas y como era solidario y buena gente, las ordenaba y las compartía.
No voy a olvidarte. Por esos ratos, por todo lo que me enseñaste, por todo lo que me diste y por todo lo que hoy soy (tal y como dijiste una vez todos somos sumas y tú eres parte del total) y te voy a despedir con esas primeras palabras que leí aquel día en que te conocí, tuyas, nuestras: “Golpeaba la máquina de escribir con tanta rabia y velocidad que el sonido evocaba las ráfagas de metralleta”. Nos quedan tus textos, pero los que te conocimos tenemos mucho más. Siempre contigo maestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario