La primera
vez que te vi estabas sentado frente a una máquina de escribir, grande, gris,
como las que había en las comisarías. No había nadie en el despacho así es que te
lancé un saludo y me devolviste otro junto a una franca sonrisa. Cuando llegó Mariano
Asenjo nos presentó formalmente: -Antonio este es Fernández-Cuesta, un
colaborador nuestro. Bastó ese rato para saber que había conocido alguien a
quien querer, admirad y de quien disfrutar. La última vez que pude darte dos besos
fue en la Fiesta del PCE, pero guardaré tu último correo electrónico como un
pequeño tesoro.
Hoy, muchos –estoy
convencido de ello- estaremos buscando las palabras adecuadas para decirte
adiós. Yo no las tengo. Me he parado un rato a pensar qué podría decir sobre ti
y sólo me salen recuerdos, momentos gratos, discusiones serenas. Tenía Manuel
la mirada del pillo que acaba de descubrir cómo funciona un motor de explosión;
tenía la sonrisa afable, como un espejo en el que mirarse en los momentos de
duda; tenía humor, serio, pero humor. Y sobre todo, tenía palabra, palabras…
quizá por eso hoy no encuentro las adecuadas para decirle adiós: él las tenía
todas y como era solidario y buena gente, las ordenaba y las compartía.
No voy a
olvidarte. Por esos ratos, por todo lo que me enseñaste, por todo lo que me
diste y por todo lo que hoy soy (tal y como dijiste una vez todos somos sumas y
tú eres parte del total) y te voy a despedir con esas primeras palabras que leí
aquel día en que te conocí, tuyas, nuestras: “Golpeaba la máquina de escribir
con tanta rabia y velocidad que el sonido evocaba las ráfagas de metralleta”. Nos
quedan tus textos, pero los que te conocimos tenemos mucho más. Siempre contigo
maestro.
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