Si intentara aquí un
verso acataléctico en el que explicara la adynaton de la situación local de mi
pueblo y para que no me pudieran llevar a juicio usara una antonomasia,
parecería una mojiganga en la que yo quedaría como un pedante estúpido y tú, lector/a,
como un estúpido sin más.
No te asustes, ni yo
soy tan culto ni tú tan lerdo. Ni yo quiero hacerme el listo ni quiero que creas
que eres un bobo. He tenido que recurrir a un diccionario para colocar aquí
esas cuatro palabras que nos van a servir de ejemplo de la terrible distancia
que hay entre quien quiere comunicar algo –para transmitir un mensaje, una idea
o un concepto- y aquellos que se empecinan en hablar incumpliendo la ley
fundamental de la comunicación (mensaje) y los tres filtros socráticos. Parece
ser que un discípulo fue a contarle a Sócrates que alguien hablaba mal de él.
El maestro le preguntó si había aplicado los tres filtros (o barreras) y el
alumno reconoció que no sabía qué era aquello: “Entiendo” -le dijo
Sócrates- entonces permíteme aplicártelo a ti”. “Lo que vas a contar
de nuestro amigo ¿es verdadero?”. “No lo sé” -le contestó-. “Ya veo”,
dijo el filósofo, y volvió a preguntarle: “Lo que vas a contar de nuestro
amigo ¿es bueno?”. “Definitivamente no”, le contestó. Por último le
preguntó Sócrates: “Lo que me vas a contar de nuestro amigo ¿me es útil?”.
“No… no creo que te sea útil”. “Entonces, -le expuso Sócrates a su discípulo-:
“si lo que me vas contar de nuestro amigo no es verdadero, ni
es bueno y tampoco me es útil ¿para qué me lo vas a
contar?”.
Mil veces hemos dicho
ya que la política está en crisis. En mi opinión lo está el modo y la forma
(casi nunca el fondo) de hacer política. Lo que antes llamábamos elite u
oligarquía y ahora llamamos casta, se ha ido autoproclamando un grupo selecto, que
se cree capaz, erudito y académico; que ha adoptado unos gestos aprendidos, una
pantomima mediática y, sobre todo, un lenguaje enrevesado, aparentemente culto,
rico y cargado de tecnicismos. Esa forma de mensaje procuraba alejar,
desalentar e incluso prohibir que la inmensa mayoría de la gente se acercara a
la política, hiciera política. Conceptos como la “cosificación de la mujer”
(convertir a la mujer en un objeto, en una cosa); decir que alguien ha planteado
“un axioma” (que algo es evidente sin necesidad de demostración); acusar a
alguien de “demagogo” (casi siempre usado como falacia y no en el sentido
original de corrupción del buen gobierno); o miles y miles de palabras técnicas
o académicas, no hacen sino buscar mantener esa brecha entre quienes
supuestamente nos representan y quienes deberían de ser los verdaderos actores:
la gente, los ciudadanos y ciudadanas.
No quiero decir con
esto que el discurso (vehículo de ideas) se convierta en arenga o soflama, que
se cargue de vulgaridad o se haga soez, pero sí quiero defender aquí la
importancia de las ideas por encima de cómo se expongan y, sobre todo, que sean
verdaderas, buenas y útiles. Quizá un discurso más cercano facilitará un
acercamiento y nos convertirá a todos en actores, a no ser, claro está, que se
pretenda despreciar a quienes no sean capaces (o no les apetezca) de jugar con
estas manidas reglas. Repito: Más verdad, más bondad y más utilidad.
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